Como es de recordarse, he dedicado los últimos tres artículos al análisis de las relaciones entre la identidad y el destino de México a la luz de los acontecimientos contemporáneos más recientes viéndolos desde la escala de la historia universal. El presente artículo puede ser considerado como un apéndice o adenda a lo que tengo dicho.

Se trata de detenernos por un instante en un período clave de nuestra historia, el virreinato novohispano, y, dentro de él, en una institución fundamental sin la cual sería imposible comprender el período en cuestión: la Compañía de Jesús.

Recuerdo que una de las partes más interesantes del extraordinario libro de José Gaos, Historia de nuestra idea del mundo, fueron los capítulos que le dedicó respectivamente a Lutero y a Ignacio de Loyola, es decir, a la parte germánico-luterano-protestante del cristianismo y la correspondiente contrarréplica: la parte hispánico-ignaciano-católica, que se configuran y se despliegan a partir del siglo XVI como dos de las tres magnitudes configuradoras del mundo occidental. La otra magnitud es la greco-bizantino-rusa, es decir, la cristiano-ortodoxa, que llega a hasta Moscú (la frontera entre esta tercera parte y el resto está en Polonia).

Aquí vale la pena recordar, antes de seguir, la tesis de Samuel Huntington, que utilizamos en nuestros artículos anteriores en el sentido de que la cultura, la religión y sus formas históricas (seamos creyentes o no, eso no importa) constituirían, terminada la Guerra Fría, el plano fundamental en donde se se habría de dar el choque de civilizaciones.

Pues bien, al poner Gaos el capítulo sobre San Ignacio inmediatamente después al dedicado a Lutero hace muy evidente que aquello constituye una bifurcación fundamental ocurrida durante el siglo XVI. Además, al explicar las tesis de uno y otro, queda mucho mejor explicada la diferencia entre “el mundo luterano” y “el mundo ignaciano” que cuando se usan los conceptos más convencionales (que tienen su origen en el mundo sajón) de Reforma y Contrarreforma, distinción que nos deja siempre a todos con la impresión de que la primera fue un avance o un progreso, y la segunda una reacción conservadora.

Nada más falso: cuando se mira con detalle, podemos darnos cuenta, por ejemplo, de que detrás del protestantismo reformista late el dogmatismo (y por eso decía Marx que el protestantismo hizo a todos los curas laicos porque transformó a todos los laicos en curas) y la teoría fatalista de la predestinación humana que se deriva de la teoría de la “gracia suficiente” de la voluntad de Dios, mientras que detrás del catolicismo –y en esto fue decisiva la aportación de los jesuitas en general, y de los novohispanos en particular– late el liberalismo pluralista y la teoría del libre arbitrio que se deriva de la teoría de la “gracia eficaz”, según la cual para que la voluntad de Dios sea eficaz, se requiere de la acción libre del hombre.

La idea de que la Reforma protestante fue un avance, y la Contrarreforma un retroceso conservador es precisamente una ideología protestante, que al conectarse con el racionalismo ilustrado y el positivismo de los siglos XVIII y XIX han generado un ambiente ideológico que nos ha hecho proclives a conectar la modernidad con la Reforma y el atraso y el tradicionalismo trasnochado con la Contrarreforma. Se trata de un planteamiento muy común en ciertos liberales (como por ejemplo Enrique Krauze), en quienes es común escuchar o leer (yo así lo hice hace no sé cuánto tiempo y en boca o pluma de no sé quién) la insolencia de que hubiera sido mejor haber sido conquistados por los ingleses que por los españoles, porque así hubiéramos tenido un desarrollo económico como el de Estados Unidos.

Todo esto ha traído consecuencias verdaderamente funestas para las naciones y culturas herederas de la dominación española como México, pues si lo que se nos dice es que el protestantismo germánico o británico suponía el progreso y el catolicismo hispánico el atraso, y siendo nosotros herederos de la dominación hispánica y católica, el corolario es que estamos condenados al atraso y, peor aún, al fracaso permanente.

Hay autores que han planteado la necesidad de rectificar este enfoque historiográfico sin que esto signifique inventarse logros falsos o negar evidencias, pero por lo menos redimensionar las cosas, entre ellos los argentinos marxistas Jorge Abelardo Ramos y Juan José Hernández Arregui, o los mexicanos Ernesto de la Torre Villar o Ramón Kuri Camacho, centrados en el papel de los jesuitas tanto en la construcción de América como en la conformación de una visión alternativa a la modernidad anglo-germánico-protestante.

Kuri Camacho, en su libro El barroco jesuita novohispano: la forja de un México posible (Universidad Veracruzana, Jalapa, 2008), lo dice con toda claridad: ‘En la Nueva España, la Compañía de Jesús llegará a ser una barrera sólida contra la modernidad ilustrada en la medida en que bebe de la cultura clásica, del Medievo, del Siglo de Oro español, de Jerusalén, de Atenas, de Roma y Mesoamérica. Es una orden religiosa cuyas raíces se hunden en el pensamiento clásico y universal sin perder sus tradiciones particulares: el mundo católico, el mundo helénico-latino y el mundo mexicano están presentes en la orden’.

En mi próximo artículo, profundizaré sobre todo esto con más detalle.

*La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión