Los veintiséis años de TLC con Estados Unidos y Canadá coinciden con la renovación del mismo, ahora llamado T-MEC (Tratado México-Estados Unidos-Canadá), así como con la instauración de un nuevo régimen, según lo ha expresado el Presidente Andrés Manuel López Obrador.
El contexto mundial de todo esto, según comenté en mi artículo anterior, es el reordenamiento de los polos de poder tras la caída del muro de Berlín y de acuerdo a afinidadesque, más que ideológicas, son sobre todo culturales: el resurgimiento de movimientos nacionalistas en todo el mundo, el fortalecimiento del Islam, así como el de China como gran rival del Imperio Norteamericano.
Ante este entorno, surge la pregunta fundamental: ¿quéposición debe tomar México? ¿Qué puede aportar México al mundo? ¿Cuál es la identidad cultural de México? ¿Cómo se ven los mexicanos así mismos en el mundo? Para responder a estos cuestionamientos es necesario ir a la raíz de la identidad de nuestro país y hacer un breve repaso histórico.
A la llegada de los españoles a lo que luego vino a serMéxico, el Imperio Azteca vivía su apogeo al haber dominado por completo al resto de las culturas que habitaban en lo que hoy se conoce como Mesoamérica. Según el planteamiento de León-Portilla en “Los Antiguos Mexicanos” (FCE-Porrúa, 1961), a los aztecas les tomó poco más de cien años construir una sólida identidad, conformar una sociedad bien organizada y extender sus dominios en el Valle de México hasta convertirse en un imperio.
Los aztecas tenían un sistema político y una cultura de la guerra que les permitió extender sus dominios hacia pueblos que hablaban otras lenguas, y a quiénes consideraban como sus vasallos, pues pagaban impuestos bajo un complejo pero preciso sistema contable (similar al que se utiliza hoy para valuar la tierra y su capacidad de producción), registrado en una serie de códices (León Portilla en “Los Antiguos Mexicanos”).
Cuando los españoles tocaron tierra mexica no existía niMéxico ni la noción de mexicanidad o de nación mexicana;en su lugar, existían varios pueblos con culturas, lenguajes y sociedades diferentes pero con grandes afinidades, cuyo origen puede trazarse hasta la cultura Olmeca, que estaban unidos por la coerción que ejercía el Imperio Azteca (una suerte de Yugoslavia mexica). Esta coerción hizo posible la rápida conquista española, la cual se concretó gracias a la alianza que el hábil Hernán Cortés conformó con los pueblos cansados del dominio azteca, como fue el caso de cholultecas o tlaxcaltecas.
Al llegar los españoles a Tenochtitlán, se encuentran con una gran urbe con canales (la Venecia Americana, la llamaron), impecablemente organizada, pulcra y rica, según lo describe Bernal Díaz del Castillo, entre otros cronistas. Al parecer no era su intención destruir tan magnífica ciudad, pero las circunstancias del momento llevaron a la destrucción de la misma y con ella gran parte de su conocimiento: códices, templos, escuelas. En la llamada noche triste, los aztecas durmieron aún en su Imperio, pero unas mañanas más tarde despertaron para ser vasallos del Imperio Español. Los orgullosos aztecas, pero también sus ex vasallos –estando ahora ambos en la misma jerarquía– vieron consumirse en unos cuantos años los grandes logros de sus antepasados y tuvieron que adaptarse rápidamente a una nueva realidad: una lengua nueva, una religión desconocida que prohibía sus prácticas ancestrales, tanto sociales como religiosas; una nueva sociedad que muy pronto fue mestiza; así como una nueva forma de hacer política y economía. Pero esta nueva realidad es herencia de la tradición greco-romana, lo que significa que México forma parte del mundo Occidental.
La escisión de la conquista es algo que persiste hasta nuestros días, y que puede verse reflejado en la fuerza que está tomando el movimiento indigenista en este momento, pero también en el desprecio que gran parte de la población profesa por todo lo indígena o por todo aquello que tenga más rasgos indígenas que europeos, a tal grado que la palabra “indio” es un insulto en México.
Sin duda hay avances en el largo proceso de la reconciliación entre ambas culturas, la indígena y la española, que se hacen patentes en ciertos hechos: México ha tenido dos presidentes indígenas, Benito Juárez y Porfirio Díaz; la Constitución Política de México reconoce los usos y costumbres de las comunidades indígenas; grandes obras cinematográficas mexicanas tienen por protagonistas historias de indígenas, desde Tizoc hasta Cleo en “Roma” de Alfonso Cuarón, pasando por “Cabeza de Vaca, el Conquistador Conquistado”, de Nicolás Echeverría; grandes artistas mexicanos reconocen e integran en su obra nuestro pasado indígena como Diego Rivera, Frida Kahlo, Francisco Toledo y el joven pintor Jorge Tellaeche; pero también diseñadores y chefs mexicanos, gozan de gran éxito internacional gracias al sello inconfundible que la cultura indígena imprime en sus diseños y platillos, como es el caso de la diseñadora de modas Carla Fernández y el chef Enrique Olvera.
Aun así, es necesario el último tirón para terminar la consolidación de la identidad de México. El país más grande del mundo hispanoparlante, y el único con una cultura verdaderamente mestiza, está obligado a reconciliarse con la mitad de su esencia cultural. A través de España, somos herederos directos del mundo greco-romano, pero también del Imperio Español. Esta doble herencia es evidente en la cultura y las instituciones que hemos construido.
El papel de México en el mundo será decisivo, yeventualmente de éxito, en la medida en que logremos cerrar la herida de origen, terminar de conciliar nuestras dos culturas en una sola, que es mestiza y que toma lo mejor de ambos mundos. Es difícil decidir hacia dónde vamos si no conocemos bien cuál es nuestro punto de origen.
Joseph Nye afirma en “The Changing Nature of World Power” (Political Science Quarterly no. 105) que el “poder suave” es la capacidad de un Estado para conseguir que otros países quieran lo que él quiere mediante el atractivo de su cultura e ideología y que ese poder suave es tan importante como el poder fuerte de mando. Por otro lado, Huntington opina que el “poder suave” reside en que una cultura sea atractiva, y eso se logra cuando los demás la consideran arraigada en el éxito y la influencia material, además de que “conforme las sociedades aumentan su capacidad económica, militar y política, pregonan cada vez más las bondades de sus propios valores, instituciones y culturas”.
Al respecto, considero que una vez terminada la Revolución Mexicana armada y puesto en marcha el desarrollo del país, eso fue precisamente lo que sucedió en los años 40: la capacidad económica y política (mas no militar) de México aumentó, su identidad se fortaleció y se promovió a través de la cultura en su área natural: Latinoamérica. Incluso hoy día la influencia de México persiste, aunque con la globalización y el predominio de internet los canales y las formas han cambiado.
Al parecer, como consecuencia de la apertura económica y democrática, la globalización y el fortalecimiento del poder de compra del país, dio inicio una etapa de florecimiento de diseñadores, cineastas, chefs y artistas mexicanos con amplio reconocimiento a nivel internacional. De manera paralela, México se consolidó como uno de los 10 principales destinos turísticos en el mundo dada su competitiva oferta de sol, playa y cultura.
Sin duda, el país posee una cultura que es atractiva para el resto del mundo, gracias a lo cual ha logrado generar divisas, vía el sector turístico, que representan casi el 9% del Producto Interno Bruto (PIB). Por su parte, las industrias creativas (cine, arte, diseño, televisión, arquitectura, gastronomía, literatura, etc.) se estima representan un poco más del 7% del PIB. Lo anterior indica que, para el caso de México, aún sin ser un referente en términos de éxito económico, ni tener una estrategia claramente definida para expandir su “poder suave”, al parecer éste avanza y se consolida.
¿Qué tan lejos podría llegar el poder suave de México si hubiera consenso político y estrategia puntual? Esa es en definitiva la cuestión, querido lector, que habrá que resolver para que México cumpla su destino en un horizonte próximo como líder del mundo hispanoparlante, el segundo idioma más hablado en el Imperio Occidental.
*La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión