A lo largo de los siglos, la pregunta que ha aquejado a civilizaciones y a grandes pensadores es básicamente la misma: ¿Quiénes somos? La respuesta nunca es definitiva, cambia según el contexto histórico y la capacidad de renovación y autoafirmación tanto de personas como de civilizaciones, pero de su definición depende laconfiguración de dos conceptos fundamentales a partir de los cuales se puede comprender la matriz integral de organización que le confiere sentido a un pueblo, nación o civilización: el concepto de identidad y el concepto de destino.

Podría decirse incluso que el drama fundamental de toda sociedad histórica está dado en función de la conjugación de estos dos conceptos, que una vez identificados y estables es posible proyectarse hacia el futuro de forma clara y definida. “Dime cuál es la identidad de un pueblo o nación y yo te diré cuál es en correspondencia su destino”, podría ser tal vez la divisa con la que se resume lo que quiero decir.

La obra entera de Dostoyevsky, por ejemplo, no se entiende fuera de las coordenadas del drama en que se debatió este extraordinario escritor ruso del siglo XIX alrededor de la respuesta dramática por lo que define al “alma rusa”, en el sentido de saber si Rusia no era más que una extensión de Europa o si era otra cosa por completo distinta, única e irrepetible, que es lo que él siempre defendió: identidad y destino de Rusia como claves de su propio drama fundamental.

Para el caso de México me vienen a la mente de inmediato tres escritores y pensadores ciertamente geniales: José Vasconcelos, José Revueltas y Octavio Paz, en cuya obra tanto literaria, histórica y ensayística están vertidas consideraciones fundamentales, escritas desde épocas y coordenadas diversas pero todas ellas de gran alcance y enfoque analítico, que giran alrededor de la pregunta por saber lo que somos. Breve Historia de México (Vasconcelos), Ensayo sobre un proletariado sin cabeza(Revueltas) o El laberinto de la soledad (Paz) son, sin duda alguna, obras extraordinarias de nuestro acervo en donde se busca definir, en efecto, la identidad y el destino de México como claves de nuestro drama fundamental.    

En todos estos ejemplos, lo que tenemos es la puesta en operación de recursos literarios, históricos, filosóficos o ideológico-políticos para resolver lo que Gustavo Bueno conceptualiza como “el problema” de un pueblo o nación, diferente a “los problemas” de un pueblo o nación.

Cuando te sitúas en la perspectiva de “los problemas”, lo que se buscan son soluciones concretas y específicas a problemas que son equiparables a cualquier pueblo o nación, y para la explicación y aplicación de las cuales el recurso fundamental es el de la ciencia: el transporte, el abasto de agua o la prevención de desastres naturales son problemas que encaran lo mismo Francia, México, Nicaragua o Angola, y para su resolución lo que se requiere, en principio, es un buen conjunto de políticas públicas.

Ahora bien, cuando te sitúas en la perspectiva de “el problema”, ya no te sirve ni la política comparada ni la aplicación de políticas públicas usadas en otros lados: es necesario recurrir a la historia y la filosofía para definir cuál es “el problema de México”, “el problema de Francia”, “el problema de Rusia” o “el problema de Estados Unidos”; y si esto es así es porque de lo que se pone uno a hablar es, en efecto, de la identidad y el destino de México, de Francia, de Rusia o de Estados Unidos, y de su significado en la historia universal.  

Lo que voy a hacer en los próximos artículos, y que aquí sólo estoy planteando de un modo introductorio, es un ejercicio bosquejado a la altura de nuestro tiempo y en función de obras que considero pertinentes para comprender los acontecimientos mundiales de las últimas décadas(Huntington, Nye), tratando entonces de definir lo que hoy por hoy se puede pensar en relación a la identidad y el destino de México.

 La próxima semana, daré una respuesta a lo que Samuel P. Huntington se cuestionó en 1996 en su libro Choque de Civilizaciones (Editorial Paidós) respecto a si México terminaría siendo una nación desgarrada al elegir una alianza con la cultura anglosajona (Tratado de Libre Comercio -TLC- con Estados Unidos y Canadá), en lugar de optar por Latinoamérica, más afín culturalmente. En el artículo subsecuente, explicaré que México nació desgarrado por la integración de dos culturas en una nación, y sin perjuicio de que las fisuras se han ido llenando aún queda un largo camino por andar. En el último artículo de esta serie sobre la identidad y el destino de México, propongo que lo necesario es reforzar nuestra identidad, así como nuestro liderazgo en el mundo hispanoparlante, a través de la “exportación” de lacultura mexicana, o lo que Joseph Nye define como “poder suave”.

*La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión