Qué difícil resulta encontrar entornos de armonía, aquellos que te llevan de la mano a sentir paz interior, y con ello, a descubrir que la felicidad se puede respirar. Yo he respirado muchas veces el aire de la felicidad, de hecho, lo respiro todos los días, aunque a decir verdad, con esto de la cuarentena, se han reducido, más no extinguido, de tan buen entorno.

Recuerdo cuando niño, que una vez que me hice aliado de la soledad, un buen día desperté con el firme propósito, no sólo de allegarme felicidad, sino de hacer felices a los demás; me percaté, por algunos programas de televisión de tipo comedia, que haciendo bromas la gente se reía, entonces decidí prepararme para ser agradable, aprendí algunos chistes blancos, gesticulaba graciosamente, incluso, imitaba a algunos comediantes del momento, comprobé con ello, que mi familia y mis amigos reían y me bastaba con eso para saber que la felicidad tocaba su corazón. Años después al entrar a otra etapa del desarrollo, ya no resultaba tan agradable mi manera de buscar la felicidad, tal vez el entorno había cambiado, ya no era tan armonioso, las personas discutían acaloradamente hasta por detalles insignificantes; recuerdo que en varias ocasiones fui amonestado por “no tomar las cosas en serio”, escuchaba comentarios como: “No te hagas el chistoso, ya no estés jugando, cuándo tendrás juicio, no digas tonterías” definitivamente percibí que debería de cambiar para estar acorde con el entorno, pero me dolía tener que dejar de sentir aquella sensación tan agradable; llegué a pensar ¿será este el tiempo de los amargados?

Entonces opté por guardar silencio y sólo hablar cuando se pedía mi opinión, y desde luego, mis respuestas iban acompañadas de tal solemnidad, que poco a poco me fui ganando los calificativos de ser: Muy centrado, muy tranquilo, muy respetuoso, muy analítico, pero en mi interior seguía encendida aquella placentera flama de promover ambientes armónicos, agradables, que generaran alegría.

Cuando me llegó la madurez de consciencia, llegó a mí también la necesidad de sentirme amado, entendiendo que quien me amara no juzgaría mi forma de ser, no cuestionaría mi verdadera naturaleza de ser agradable, desde luego, mi concepto del amor llevaba implícito la entrega de sí mismo, renunciando al egoísmo, la vanidad, los celos y a cualquier sentimiento mezquino que pudiera generar dolor; me percaté de lo difícil que resulta encontrar entornos de armonía, y de cómo todo te orilla a pasar de ser una persona, a ser un objeto, una propiedad; desde entonces, el relacionarte con quienes piensan de manera diferente a las del grupo, el tener que resignarte a limitar tu libertad de expresión, el tener que comportarte de acuerdo a las modas o a los requerimientos que exigen los que imponen las reglas sociales, políticas o económicas es una ley irrefutable.

Extraño ser un niño para poder ser quien realmente soy, para decir lo que siento, para no tener miedo de decir “tonterías” para agradar, para sentir el amor incondicional de mi familia, para no despertar celos, ni envidias, para poder amar como ama Dios, como ama Jesús. Y mira lo que son las cosas mientras redacto el presente artículo mi nieta María José de 5 años me envía un correo de voz diciéndome: Abuelito, te amo y te extraño mucho, ya quiero que termine la cuarentena para jugar contigo. Sus dulces palabras despertaron al espíritu feliz del niño que vive en mí.

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