Un día, empujado por el ánimo deprimido, me fui a buscar un lugar para meditar, me dirigí al traspatio de la casa de mis abuelos maternos, en la parte media del terreno al que llamaban, “el solar”, ahí se encontraba un frondoso árbol de nísperos y me senté al pie del tallo, descansando mi espalda sobre él; la tarde caía y empezaba a soplar un viento agradable, más ni el contacto con la tierra, ni con la madera, me hizo sentí tranquilo, así es que me fui a buscar otro espacio y encontré una gran piedra, me senté sobre ella por unos minutos, pero me ocurrió lo mismo, más que sentir paz, me sentí inquieto; al pararme pude divisar a lo lejos el techo de la casa grande y en él, la parte superior de la chimenea de la cocina de la abuela Isabel, me dirigí a la casa y logré trepar al techo, subiendo primero por uno de los lados de una pileta y de ahí a la barda de sillar que dividía los corrales del solar; ya en el techo, busqué un espacio sombreado en aquella gran superficie laminada con altibajos, debido a los diferentes niveles de su arquitectura, por fin encontré un lugar que no sólo me mantendría alejado de la vista de los abuelos, por si me buscaban, así es que sólo nos encontrábamos el viento y yo; mi vista se perdía en la cercanía de la sierra e imaginé que llegaba hasta ahí con un vuelo suave y seguro, descendía y caminaba entre los árboles, sintiendo su palpitar, escuchándolos cómo se comunicaban con el roce de sus hojas y el acompasado crujir de su ramas, hasta entonces llegó a mí la paz que tanto ansiaba.

Como mantenía los ojos cerrados, no me percaté de la presencia de otra persona que se encontraba muy cerca de donde estaba, y no fue hasta que la escuché toser que abrí los ojos y lo vi, me angustió no identificarlo, por lo que mi primer impulso fue retirarme, pero al ver que la persona, igual tenía los ojos cerrados, pensé que no sabía de mi presencia, así es que continué en el lugar en silencio; habían pasado unos minutos cuando escuché que aquella persona me preguntaba: ¿Sabes porque estás aquí?

Le contesté: Claro, sólo estoy descansando, tuve un día de trabajo muy pesado. Y contestando en un tono amable dijo: ¿Y por qué subir al techo a descansar? ¿Qué acaso no hay suficiente espacio abajo? Desde luego, le dije, hay espacio, pero la gente, a voluntad o no, pueden interrumpir lo que deseo. ¿Y qué deseas tú, que buscas encontrar tus anhelos en el techo? Necesitaba estar sólo para pensar en todo aquello que me preocupa y no puedo resolver. ¿Y ya encontraste alguna respuesta que te ayude a dejar de preocuparte? La verdad estoy como al principio.

¿Sabes por qué subes hasta aquí? Ya te lo dije, para estar solo y poder pensar con toda claridad. ¿En dónde estás en estos momentos? Pues, en el techo, como tú lo sabes también. No estás en el techo, estas en la cima. ¿La cima? la cima de qué. Estas en lo alto y no vienes a meditar, vienes a buscarme.

¿A buscarte a ti? Pero si no te conozco, cómo podría estar buscando a un desconocido. Yo te conozco muy bien a ti, antes solías hablarme, de niño, tu madre, antes de acostarte se arrodillaba contigo al borde de tu cama y te pedía que repitieras con ella una oración para llamarme y pedirme cosas, pero conforme fuiste creciendo te fuiste olvidando de mí, pero yo no me he olvidado de ti, y estoy aquí a tu lado porque me llamaste de nuevo, y yo te digo en estos momentos, que no hay nada de qué preocuparte, todo aquello que no puedas resolver yo lo resolveré por ti, ahora, abre los ojos, baja de la cima y sé feliz, porque ese es el motivo principal de tu existir.

Y el niño que hay en mí, empezó a llorar, no sé si de alegría por aquel encuentro maravilloso, no sé si de tristeza, por haber estado tan ausente de quien nunca me ha abandonado y nunca se ha olvidado de mí.

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