Y después de caminar por horas entre el monte, soportando el calor del mediodía del verano, lo que más anhelábamos, era llegar al manantial, allá, donde brotaba generosamente el agua de una pureza y frescura que jamás he podido ver y tomar en ninguna otra parte; y nosotros ahí, esperando que terminara de beber quién llegará primero, para tendernos en el suelo, boca abajo, con las puntas de los zapatos y las palmas de las manos tocando tierra y haciéndola de puente para no ensuciar la ropa, y cuidando que el cabello no tocara la superficie de aquel maravilloso venero, en la idea de que pudiéramos contaminarlo; mientras que por otro lado, apretábamos los labios tratando de formar un tubo de succión y poder sorber el vital líquido, y una vez saciada nuestra sed, buscar la sombra para reposar boca arriba y dejar aquel vientre abombado al aire, se asomara entre el espacio donde los botones habían cedido por la tensión ejercida.

Siempre fue agradable hacerlo, lo hacíamos cada vez que podíamos, y porque podíamos lo hacíamos, sin que nadie nos lo impidiera, porque ese bien era de todos, ahí lo había creado dios para que el que tuviera sed la saciara bebiendo del manantial, y cada vez, siendo siempre, porque en ese entonces las leyes las ponía la naturaleza y no el hombre, el que fue deforestando, para extender la urbanización, en lugar de ir sembrando árboles, sembró gruesas placas de cemento, evitando con ello que los rayos del sol fueran enfriados por la tierra, provocando entonces, que estos rebotaran y expandieran su onda de calor en el ambiente, que cada vez se iba calentando más con el tiempo y la imprudencia.

Hoy ya no hay manantial por la vereda, ni siquiera existe ésta, hoy ya no la encuentro más que en mi memoria y de ahí saco el goce con que cuento esta historia, que si tú la viviste como yo, seguramente también disfrutarás al recordarlo y estarás en este momento anhelando ponerte pecho a tierra, haciendo de tu cuerpo el puente, levantado por las puntas de tus zapatos y las palmas de la manos, para no ensuciar tu ropa, haciendo de tus labios un tubo de succión, por donde, con aquella alegría, además de saciar la sed, le rendías tributo a la madre tierra, en aquel lugar, en aquel tiempo, donde había una verdadera comunión con todo lo que el señor había creado.

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