Ya no escucho la voz que venía de lejos, y no siento el sentimiento que le hacía compañía; el tiempo, el tiempo ya no es una medida para fijar un momento de alegría y feliz esparcimiento, un momento que incentive la paz y la armonía, que solían acompañar un feliz y esperado encuentro, para iluminar la vida, descansar el cuerpo y reparar el alma.

Ya no escucho el bullicio de otros días, todo permanece quieto y en silencio, es tan sorda la escucha, que intimida hasta al mismo pensamiento.

¿Por qué callan todos? ¿Acaso por cansancio? ¿Por el aburrimiento o el hastío? ¿Por la indiferencia o la apatía? ¿O sólo callamos porque somos viejos? Habría que preguntárselo al viento y no dejarlo a la obviedad del intelecto; qué situación tan simple, que por la ansiedad, se vuelve un problema difícil y complejo.

Las calles de mi ciudad parecen estar desiertas, las máquinas de motor se desplazan en forma incierta, como incierta parece ser la naturaleza del que maneja y del pasajero, figuras que parecen vivas, con risas y tristezas simuladas, detrás de las máscaras y las caretas.

Y los niños y planteles, igual parecen vacíos por dentro y abandonados por fuera, no dejan entrar a los libros, y la enseñanza que es la misma, aunque incierta, se obtiene de otra manera, pero sin el calor de los cuerpos que les dan vida a las escuelas.

¿Es acaso este un pueblo desierto? ¿Un escenario donde se proyecta la vulnerabilidad de nuestro cuerpo, que a ratos parece rendirse ante la adversidad manifiesta? ¿Un país de utilería, de proyectos y propuestas muertas, de hombres y mujeres derrotados, que corren asustados para no ser alcanzados por la sombra de esta pandemia tan siniestra?
Tal vez sea este uno de esos momentos de la vida, de los que damos en llamar tiempo de latencia, un lapso, un tiempo fuera, un tiempo donde el espíritu espera en silencio, para ser estimulado por la fe, para darle al cuerpo un nuevo motivo para emprender una nueva vida.

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