“¿En dónde están los sabios?, ¿en dónde los escribas, o doctores de la ley? ¿en dónde esos espíritus curiosos de las ciencias de este mundo? ¿No es verdad que Dios ha convencido de fatua la sabiduría de este mundo? (Corintios 1:20).

Pareciera que en este mundo cada quien tuviera su verdad y la defiende de acuerdo a sus intereses; pareciera que nadie quiere escuchar, sobre todo, cuando percibe en la palabra de otro, algo que amenaza con romper su aparente estabilidad. Las personas nos acostumbramos a un estilo de vida construido de verdades y mentiras a medias, y nos convencemos a nosotros mismos que lo que nos está sucediendo, es lo mejor o lo peor que nos puede pasar; pero que a pesar de lo bien o mal que la estamos pasando, nos concede un margen de supuesta protección para no rebasar nuestro límite de tolerancia al dolor o al sufrimiento, incluso, a la sensación de satisfacción que puede asimilarse como felicidad, todo ello, para preservar algo de nuestra identidad y de nuestro deseo de estar viviendo lo que creemos nos ha tocado vivir.

Cuántos de nosotros hemos entablado conversaciones estériles con las personas que amamos, y más, con aquellas que creemos conocer de toda la vida, pero con las que entramos en conflicto al no llegar a un acuerdo para que se concilie un estado de equidad que pueda hacer más llevadera la vida. Lo que a unos les parece lo más adecuado, resulta ser lo más inconveniente para otros, y si en ese momento hacemos una pausa para reflexionar si vale la pena entrar a un terreno donde nadie saldrá victorioso, porque entre más se adentra uno a la discusión, llega a tocar zonas de mayor sensibilidad al dolor o a la insatisfacción, zonas, donde se almacenan recuerdos no muy gratos que por años nos han exigido que le reclamemos a alguien que no es justo lo que nos ha pasado o lo que nos está pasando; y si en esa pausa percibimos que se exacerba el dolor, queremos parar y no haber nunca tocado el tema en discusión, pero el efecto de desagrado, la sensación de no ser escuchado, la necedad de uno y del otro, para no poder ceder ante algo que pone en evidencia que efectivamente hay algo en el uno o en el otro que es motivo de reclamo, una cuenta que no se ha saldado, o simplemente que ninguna de las dos partes ha tomado en cuenta que hay factores naturales que han obligado a nuestra condición humana a cambiar y a tener la capacidad de adecuarse para mantener un estatus de aparente satisfacción.

La sabiduría que muchas veces le pedimos a Dios, por lo general, es para hacerle entender a otros lo que a nosotros nos parece ser lo mejor para todos, pero, el Señor nos obsequia la sabiduría para que nosotros podamos comprender que la situación o las situaciones que condicionan aquellos hirientes diálogos de sordos, implica una lección para ambos, ponderando como mediador el amor y no los intereses particulares; dejar atrás ese reclamo eterno de: ¡Yo necesito, yo quiero, yo deseo, yo pienso y yo creo que haciendo esto o aquello que propongo es lo mejor para los dos! Y lo cambiemos por la entrega misericordiosa de: Construyamos juntos el ambiente donde los dos podamos sentirnos seguros, cómodos, pero sobre todo, donde nuestro amor persista por sobre todas las cosas, para que nada, ni nadie amenace la estabilidad que debe de prevalecer en nuestros corazones.

En realidad somos personas sencillas, no aspiramos a ser sabios, únicamente a tener la suficiente capacidad para asimilar que donde hay amor, esta Dios y donde esta Dios no falta nada.

Dios bendiga a nuestras familias y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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