Cuando mi madre le presentó a mi abuela materna, Doña Abigail García, al segundo bebé que había engendrado con su hijo Salomón Beltrán García, la bella y bondadosa dama lo tomó en sus brazos con tanta ternura y le preguntó: ¿Qué nombre le pondrás?, mi madre contestó: Se llamará Salomón; entonces, mi abuela dijo: No podría llevar mejor nombre, y luego comentó, parece un conejito, es tan tranquilo, su piel es tan suave, y se acomoda a la perfección en mi regazo.
Asegura mi progenitora, que mi abuela empezó a cantar una canción llamada Conejo Blas, de ahí en adelante cuando de nuevo la visitábamos, mi abuela, que por cierto tenía voz de soprano, me cantaba aquella hermosa canción. En mi niñez, mi madre también entonaba esa canción, sobretodo, cuando me disponía a dormir, e igual repetía lo que mi abuela paterna decía: es tan tranquilo, se queda quietecito en su cuna, no llora, ni da problemas.
Esas frases, que denotaban mi carácter dócil se repitieron en mi adolescencia y mi juventud, y solían definirlas como rasgos de mi carácter noble, bondadoso, y solidario. Poco a poco me fui concientizando de que eran atributos que distinguían a las personas de buen corazón; más, en ocasiones, enfrentaba situaciones en la vida que me exigían responder de una manera diferente, cuando alguien injustificadamente trataba de herirme, ya se verbal o físicamente; entonces sentía cómo el grado de docilidad rebasaba mi paciencia y evidenciaba una parte de mi ser que era totalmente desconocida y defendía, en forma natural, mi derecho a conservar mi dignidad. No sé cuántas veces tuve que soportar que me dijeran cobarde, pero esto terminó hasta que el día en que aquellos conceptos de benevolencia que emergieron de los deseos de dos de mis amores, me permitió conocer la otra parte de mi ser que reclamaba su lugar en mi vida.
“Evitar no siempre es cobardía, a veces es prudencia y otras veces inteligencia” (Walter Riso)

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