En ocasiones, cuando me encuentro solo en mi hogar y empieza a despedirse el día, me gusta sentarme en la sala para esperar la noche, primero veo cómo poco a poco, en aquella habitación iluminada por los últimos rayos del sol, empieza a oscurecerse, y hay un momento muy especial antes de que todo quede a oscuras, en el cuál empiezo a sentir un inminente cambio físico, mental y espiritual, mismo, que antes pasaba inadvertido para mí, porque no tenía plena consciencia de la importancia de este evento natural; sí, siento que ya no soy el mismo, que así como la luz del día llega a su fin, muchos de los hecho realizados, mientras están más activos, mi cuerpo y mi mente empiezan a formar parte del pasado, y que es gracias a la noche que nos invita a dormir y a conciliar el sueño, cómo mucho de lo acontecido y que nos causó preocupaciones, si no es que desaparece para siempre, al menos nos dará un respiro para asimilar mejor las cosas y actuar de diferente manera al día siguiente, cuando volvamos a enfrentarnos con aquello que hemos catalogado como un problema, y muchas de las veces, más que significar conflictos y preocupaciones, suele ser una llamada de atención por aquello que no atendimos en su momento, o de plano no queremos resolver.
Algunas personas como yo, habrán deseado que el día dure más horas, tal vez pensando que nos ha faltado tiempo para resolver nuestras preocupaciones bajo el amparo de la luz, pero seguramente, como yo, habrán llegado a la conclusión de que no ha sido más tiempo lo que necesitamos, sino tener más fe para confiar en Dios y pedir su intervención para no quedarnos sólo con los problemas, sino con todo lo que le da color a nuestra vida y nos proporciona felicidad; por eso, en ocasiones, cuando llega la noche, desearíamos que esta fuera tan breve como para no reanudar la paradójica lucha con nosotros mismos por no haber sabido tomar las mejores decisiones a la luz del día.

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