Palabras y más palabras, páginas y más páginas narrando las virtudes y los defectos de un ser humano, evidenciando la dualidad de su naturaleza, predicando la intensión de mejora continua, sin perseguir mayor ambición que el ejercer el derecho de expresión.
Palabras escritas con el corazón, evidenciando el gusto y la pasión; palabras tímidas que evidencian el valor, que muchas veces pasan desapercibidas, pero siempre son testimonio de una lección, de un aprendizaje, de un momento único en la vida, cuya importancia será sólo para el que escribe y para el que se da la oportunidad de leer a un total desconocido, que igual predica en el desierto, pero que nunca dudaría del hecho de hacerlo, porque las palabras llegarán a quien deben llegarle en algún momento.
Cuando me pongo a leer algo de lo que he escrito y publicado durante casi treinta años, me quedo sorprendido de lo que encuentro en las palabras impresas, siempre descubro algo diferente, lo analizo con mayor madurez, pero siempre con humildad. Ayer llegó a mi Facebook un recuerdo del año 2016, se lo reenvíe a mi esposa, después de leerlo y para mi fortuna, ella con sinceridad y toda humildad comentó que en este momento le quedaba más claro lo que narraba en aquel escrito y me invitó a publicarlo de nuevo, así es que con el debido respeto, espero no me lo tomen a mal y lo lean con agrado.
Humildad y sabiduría
Me agrada atesorar palabras, sobre todo, aquellas que alimentan el espíritu; las fui recopilando desde que tuve uso de razón y aprendí a escribir. Maravillado, veía cómo de aquel pedazo de madera bien torneada, con centro de gafito compactado, al que tomaba entre los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, salía una línea gris, a la que podía dar la forma que quisiera y prolongarla infinitamente hasta que el brazo y mis dedos se cansaran.
Desde mi niñez, supe que aquello a lo que los mayores llamaban escritura, era un verdadero tesoro, y más, porque estaba a mi alcance, al alcance de un niño al que le daban un lápiz para que se entretuviera, pero, más que un juego para mí, era una instrumento para describir todo aquello que le daba sentido a la vida, era pues, una manera de decirle al mundo, a mi pequeño mundo, al de la gente que me obsequiaba parte de su tiempo para cuidarme cuando era indefenso, para observarme detenidamente y evaluar mis avances o mis retrocesos, para ponerme un límite y descansar de hacer aquellas interminables líneas en el piso, en las paredes, en las puertas, en toda superficie a mi alcance.
Creo que mi forma de escribir nunca tuvo un estilo definido, mi madre nunca me dijo que fuera un artista; mi padre, no sólo me criticaba por plasmar aquellos murales amorfos sobre las paredes; me castigaba, y escondía aquella varita mágica con la cuál mi espíritu se deleitaba y evidenciaba la plena libertad de la que disfrutaba.
Muchas veces me pregunté, por qué no entendían mi forma de decirles que los amaba, que disfrutaba siendo niño; cuando el castigo fue más contundente, desparecieron mis lápices por una temporada, hasta que de nuevo, regresaron a mis manos, pero no para hacer lo que más me gustaba, sino para repetir todo aquello que un adulto nos enseñaba, al que por cierto, al principio, me negué rotundamente a complacerlo, pero que poco después dejé de hacerlo, porque me perdía del juego de premios y castigos.
Cuando por fin pude dominar la línea, gracias a aquel maestro de la escritura de mi infancia, comprendí, que mi pensamiento tenía dos lenguajes, el escrito y el hablado, y que de estos, el primero, al menos para mí, era más importante, porque podía comunicar, aquello que hablando no podía expresar con tanto detalle, con tanta seguridad, con tanta honestidad.
Hojas y hojas del libro de mi vida he escrito con mayor detalle, muchos de ellos lo he compartido con mis amables lectores, a través de tantos años; para algunos, mi escritura sigue siendo indescifrable, más, para los que ven con los ojos del alma y analizan con el corazón, todo resulta claro y razonable.
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