Hace algunos meses, comentamos en este espacio sobre el “lawfare”, que se puede traducir como “guerra jurídica” y que Arantxa Tirado analiza en su libro editado por el Consejo Editorial de la Cámara de Diputados titulado El Lawfare. Golpes de Estado en nombre de la ley, difundido en las diversas ferias del libro en las que hemos participado en los últimos meses a través del mismo Consejo Editorial.
Se trata, según dijimos en su momento, de una nueva modalidad de la política manifestada de forma híbrida entre el golpe mediático y el golpe jurídico, a través de cuya combinación se han sustituido, de alguna manera, los golpes de Estado clásicos, y que se basa en la detección de delitos o comportamientos sobre los que se construye una unanimidad de repudio hacia algún personaje público y que se instrumentaliza para derribar gobiernos adversos a un conjunto de intereses internacionales o nacionales, a saber: grandes corporaciones internacionales de sectores estratégicos (energía, telecomunicaciones, finanzas) o de grupos de presión con agendas específicas (ONGs, fundaciones internacionales, “tanques de pensamiento”, agencias internacionales “de ayuda”) entre otros.
Normalmente, la clave de la estrategia consiste en generar una atmósfera mediática que adelanta el juicio público antes de que se solventen los expedientes judiciales propiamente dichos, que por lo demás están instrumentados en contubernio con jueces parciales y politizados que cumplen la función de sancionar de manera tergiversada y que terminan al final de cuentas dictaminando lo que de antemano está juzgado por la sociedad y, previamente, por los intereses internacionales o nacionales arriba mencionados.
Es un tema delicado ciertamente, pues juega con el concepto de “la ley” como algo neutral, justo, implacable e inapelable y que, por lo general, nadie se atreve a poner en duda porque cuenta con toda la legitimidad institucional, pero detrás de la cual está operando, como comenta Tirado, “una conjugación de diferentes poderes fácticos que se articulan para acometer estos golpes contra los mandatos legítimamente elegidos por las urnas”.
El lawfare ha sido práctica común en América Latina durante las últimas décadas, y ya se vio aplicada en los juicios de desafuero de Dilma Rousseff o de encarcelamiento de Lula en Brasil, y en las persecuciones judiciales contra el expresidente Rafael Correa (Ecuador) o Fernando Lugo (Paraguay), además del caso de México en 2004 cuando se intentó desaforar al entonces jefe de gobierno del Distrito Federal y hoy presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
Los más recientes casos que podrían clasificarse como “lawfare” los podemos ver en Argentina y en Perú. En el primero de ellos, se condenó a seis años de cárcel a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner por presuntos expedientes de corrupción durante sus dos gobiernos (entre 2007 y 2015). En el segundo, el ahora expresidente Pedro Castillo (aunque hay quién lo sigue considerando Presidente legítimo) fue destitutido por el Congreso peruano nada menos que por “permanente incapacidad moral”, después de lo cual fue juzgado a 20 años de prisión por causas de rebelión y conspiración en razón de que intentó ejercer un derecho que le confiere la misma constitución de su país: disolver temporalmente el Congreso e instaurar un Gobierno de emergencia nacional; decisión que Castillo tomó luego de que, por tercera ocasión, el Congreso intentara sacarlo del poder desde que asumió la presidencia hace 16 meses, a pesar de haber llegado gracias a una elección legítima.
En ambas situaciones, y siendo respetuosa de los asuntos públicos de cada país, se advierte una intencionalidad de neutralizar políticamente por vía judicial a un adversario, lo que supone un riesgo tremendo para la política en sí misma, toda vez que de la confrontación de ideas se desplaza todo al ámbito de los tribunales, es decir, se pasa del gobierno de los ciudadanos (políticos) al gobierno de los jueces.
En entrevista reciente con Alvaro Delgado y Alejandro Paez (la cual sugiero consultar directamente en la plataforma “youtube”), Arantxa Tirado opina que todo esto nos lleva a un debate fundamental: ¿de quién es el Estado?, ¿es suficiente ganar elecciones y llegar al gobierno para gobernar (valga la redundancia)? Pareciera ser que no es suficiente, pues en América Latina ha quedado claro que están los poderes fácticos incrustados y operando de manera paralela al Estado, y tienen una mayor capacidad de presionarlo frente al poder de la población en general, manifestado fundamentalmente en las urnas.
Son de esperarse movimientos tanto sociales como políticos y diplomáticos ante algo que, lejos de beneficiar a nuestras repúblicas, no hace más que perjudicarlas al anular a la política y la lucha democrática y electoral como el terreno natural para la resolución de las diferencias y para la organización de la acción colectiva.
La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión