De niño, mi madre me empezó a hablar de Dios, y yo la escuchaba embelesado, poco a poco iba sintiendo cómo mi corazón se transformaba en tierra fértil, abonada con amor, para sembrar la semilla de la fe; me decía que el Señor, además de ser el mejor de los padres, era el mejor de los amigos, comentaba, que nos amaba infinitamente y que era tan fiel, que pasara lo que pasara, nunca nos abandonaría, sus palabras me dieron la seguridad que tanto necesitaba, porque en ese entonces, empezaba a notar las ausencias de mi padre terrenal y el no tenerlo cerca me llenaba de incertidumbre y de temor.
Mi madre me dijo que cuando me sintiera solo, hablara con Dios, que él estaría siempre cerca y me escucharía, mas he de reconocer que al hacerlo, siempre esperé escuchar su voz, tal vez por ser un niño no entendía la diversidad de formas en que Él podía manifestarse, no lo comprendí hasta que empecé a notar cómo lo que pensaba, era respondido de una manera animada a través de otro ser vivo, ya fuera persona, animal o vegetal; en ocasiones, cuando comentaba que este maravilloso encuentro me estaba sucediendo, por lo general me daban a entender que todo era producto de la necesidad de sentirme amado por un padre, nunca me avergoncé por el hecho de contar eventos que otras personas no podían comprender, la única que me creía era mi madre.
Con el tiempo, me di la oportunidad de buscar nuevos amigos y en todos ellos identifiqué alguna virtud que me hacía sentir plenamente identificado con ellos, encontré además, una fuente de agua viva que me hacía sentir verdaderamente feliz, identifiqué en ello, la fuerza del amor del que habla Jesucristo en su Evangelio; es pues, el amor, el lazo más fuerte que me ha unido a mis amigos.
Obsequio el presente testimonio de amor y de fe, para todo aquel que en verdad me ha considerado su amigo, por los que me han hecho sentir como un hermano, por los corazones llenos de esperanza, de misericordia y de amor en Cristo.
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